sábado, 19 de octubre de 2013

DIOS


“Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque  jamás sonríes; porque siempre.
debe dolerte mucho el corazón.”
(DIOS. Cesar Vallejo)

El espacio exterior. Algún momento entre ayer, hoy y mañana, quién sabe

Una estela esmeralda cruza la negrura infinita del espacio. Uno puede haber leído los más impresionantes relatos de ciencia ficción, visto cada Space Opera conocida, pero en lo que respecta al espacio exterior, sólo quien lo ha recorrido más de una vez puede decirte con exactitud lo que realmente es: un deprimente desierto infinito. No hay nada fascinante allá afuera, sólo la certidumbre de estar rodeado por una soledad absoluta y agobiante.
El hombre vestido de verde lo entiende mientras sus ojos se desvían un instante con indiferencia hacia el orbe azul suspendido en las tinieblas al que está condenado a proteger.
“La Tierra”- piensa, como quien piensa en una goma de mascar pegada a la suela de su zapato-. “¿Cuántas veces ha estado en peligro esta semana, diez, veinte, tres millones?”
Esa es otra cosa que nadie te dice sobre el espacio; se hace casi imposible medir el tiempo. Hoy es ayer, ayer fue hace siete millones de años, mañana será ayer en unas horas. Pero sí, la Tierra fue amenazada muchas veces, y cuando se dice “muchas veces”, se quiere decir que todo se ha vuelto un rutinario ejercicio sin honor alguno.
El hombre vestido de verde ya ni siquiera ve a la Tierra como su hogar. Está pisando los cincuenta años, el cabello encanecido, el vientre abultado. No hay esposa a quien amar, ni hijos a quienes contarles sus hazañas. La dulce Carol se fue hace siglos (¿ayer era mañana?); su último contacto humano. Es difícil mantener tu humanidad cuando se hace el trabajo de Dios; es difícil creen en Dios cuando se descubre que el universo es un manto negro salpicado de esferas tan frágiles como el cristal; es difícil que algo mortal te importe cuando eres Dios.
-Alerta- susurra su anillo con una voz artificial, mecánica, tal vez inexistente (pues no hay sonido en el espacio); algo que sólo su divina presencia o su mortal esquizofrenia son capaces de oír-. Peligro inminente. Amenaza alienígena acercándose hacia…
-La Tierra, sí- interrumpe con un suspiro cansino-. ¿Y qué es ahora, anillo? ¿Un tiranosaurio morado que vive en mi mente? ¿Una niña de mil ojos? ¿Algo que nunca he visto? Eso estaría bien, supongo, pero… no… Sería imposible. A esta altura de las cosas, ya lo he visto todo.
Y con la decepción propia de un dios asqueado de su creación, el centinela esmeralda ve llegar a la amenaza. Algo patético, algún criminal fugado de una prisión ruinosa o un ebrio con aires de grandeza al que el alcohol que ha bebido en una cantina espacial maloliente se le ha subido a sus tres cabezas deformes. Nada que el dios esquizofrénico y cansino no pueda poner a raya con su anillo.
-Estás muy lejos de casa, muñeco- le dice a ese otro, sabiendo que no tiene importancia, que no puede oírlo-. Deberías volver antes de que el espacio te haga olvidar lo que es una casa en primer lugar.
El agresor dice algo, lo sabe por la manera en que sus bocas gesticulan; tampoco tiene importancia. El dios de jade sabe todo lo que va  a pasar; sabe que el sujeto le disparará con su arma de rayos amarillos, que el color amarillo ya no puede afectarlo, que al enfrentarse cuerpo a cuerpo no recibirá daño alguno. Siempre es así, todo es tan igual como la oscuridad inmensa del espacio… Si tan sólo valiera la pena, si la Tierra significara algo…
Entonces la voz de alguien resuena en su cabeza. “Déjalo ir”. Y la reconoce, es la voz del humano en él. “Ya no es nuestro problema, todos se han rendido, déjalo ir tú también.” Y por primera vez en todos sus años de eternidad, la indiferencia le da paso a la cordura, el único instante de lucidez real del que dispondrá.
-Anillo- murmura-, desactiva el campo de fuerza.
En menos de un segundo la luz verde a su alrededor se apaga para siempre; un rayo amarillo atraviesa el débil cuerpo de un anciano que ha muerto mucho antes, sin oxígeno.
El alienígena observa la escena con horror. Esto no debería haber pasado, no así… ¿Qué había hecho? Había matado a un policía espacial, ahora todo el peso de la ley le caería encima… No, él no quería eso y…
Huir, claro… Refugiarse en algún lugar lejos de la escena del crimen, salvaguardarse hasta que el peligro pasara, si es que acaso pasaba alguna vez.
La Tierra se ha salvado una vez más. Un cuerpo sin vida se desplaza ahora por la oscuridad infinita como en un eterno funeral vikingo.
-¿Así que tú eres la hija del jefe, eh?- dice un hombre en un pasado remoto-. ¿Tienes un nombre o debo llamarte solamente “dulzura”?
-Carol- responde una mujer ruborizada y de sonrisa nerviosa-. Carol Ferris.
-Carol, bonito nombre- asiente el hombre mientras paladea una cerveza-. Yo soy Hal, Hal “el As” Jordan; un placer conocerla.


Y mientras el cadáver de una leyenda se aleja para siempre, un diminuto anillo esmeralda se precipita hacia la Tierra a una velocidad impresionante.

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