Bronx, 28 de octubre
de 2016
El cuerpo de Sally se recortaba de la
oscuridad como si un fuego secreto la dibujara lentamente, mortalmente,
apeteciblemente. Sus pechos bailoteando en direcciones opuestas, naturales,
¿cuántos pechos naturales quedarían ya en este mundo? Sus glúteos, sus caderas,
su monte de Venus lampiño, la blancura lechosa de su piel, sus ojitos morenos,
su ondulante cabello azabache que parecía emular a un río de tinta. Sally… ¿Qué
hace una muchachita así en el Bronx? ¿Qué la ha llevado a esto? ¿Cuántos años
tendría realmente? ¿Veintitrés, veintiuno con suerte? Él quería pensar que era
así, aunque el rostro de la muchacha denotaba una ingenuidad casi aniñada y su
cuerpo se moviera casi igual al de una madama que ya ha probado todas las
tersuras que puede llegar a ostentar la carne. Una contradicción ambulante,
Sally… Sí, veintiún años le venían más que bien para el caso. Y después de
todo, ¿qué importancia tenía ya?
Afuera se escuchaba el concierto del
caos. Los gritos de guerra de las distintas pandillas; un señor de la noche
muere, otro se alza en su lugar como un tirano vomitado por el infierno, todo
vertiginoso, casi poético; el poema de un esquizofrénico. Los orgasmos de los
violadores entremezclándose con los llantos de sus víctimas. La sangre
chorreando por los tejados, derramándose en las calles, brillando bajo la luz
de una luna llena, de una luna ciega, de una luna ausente. El caos allá afuera,
intentando colarse por las persianas de la ventanita minúscula del departamento
aún más minúsculo que él poseía en el tercer piso de ese mugroso edificio entre
Levon St. y la Quinta. Pero
él no iba a dejarlo entrar. No señor. Allí afuera el caos. Aquí adentro, Sally.
Sally, preciosa, dulce, natural Sally. Sally, cosmos.
De pronto una explosión. Los límites
entre el caos y el cosmos parecen reducirse, tocarse, intercambiar fluidos,
entremezclarse, confundirse. Sally se detiene con expresión de terror. O tal
vez algo similar al terror. ¿Existirá aún el terror sincero? A quién le
importa. Al menos no a él, claro.
-¡Dios mío!- exclama Sally, tratando de
observar algo por las pequeñas hebras de luz que se apresuran por las
persianas. Un olor intenso a pólvora ha invadido el cuarto junto con algo más,
algo que él puede asociar con la espectacular visión del pálido trasero de la
muchacha que ahora se le ofrece en primerísimo plano: Dios. Sally ha nombrado a
Dios, inconcebible. ¿Qué puede saber sobre un dogma muerto alguien como Sally?
O tal vez sólo ella pueda probar que Dios no ha muerto. Un trasero tan femenino
sólo puede ser obra de Dios-. Alguien debería…
¿Hacer algo? ¿Para qué, con qué objeto? Nadie
puede hacer la diferencia ahora. Ni siquiera él. Mucho menos él, mejor dicho.
Pues, ¿qué poder puede ayudar a un hombre sin esperanzas? Eso es él, allí,
calvo, gordo, miope, pagando por un poco de amor. Eso es lo que queda de él, lo
que han hecho con él. ¿Eso es lo que Sally ve cuando lo mira?
-Alguien debería…
Y entonces Sally se detiene. Él está
allí, suspendido en el aire; sus gordos pies se han desprendido cinco
centímetros del suelo, sus tristes ojos azules parecen tener un brillo rojizo
detrás de los lentes. De verdad pareciera como si estuviese dispuesto a hacer
algo. Pero no. Vuelve a sentarse en el sillón para agachar la cabeza en un
gesto de suma depresión, el gesto de alguien que lo ha intentado, fracasando
rotundamente. Por un instante, Sally había logrado ver la sombra de aquel quien
él había sido, pero ese fantasma se desvaneció casi tan rápido como había
aparecido. Ahora sólo quedaba ante ella ese hombre repugnante con el que
ejercía su oficio, con quien representaba el triste papel de amarlo por unas
horas, por unos dólares, por extrema piedad.
-Nadie puede hacer nada- dice él de
repente, su voz es un susurro apagado-. Yo… Nosotros… Tratamos, ¿sabes?
Tratamos de cambiar al mundo y… fallamos. Estábamos equivocados. Todos
nosotros.
Sally lo observa. ¿Realmente es él? No,
tal vez no lo sea. Tal vez sólo sea una coincidencia. Tal vez Superman sea como
Dios, un cuento, algo que alguien exclama al oír una explosión en las calles.
Sí, eso suena más verosímil. Después de todo, a este gordo apenas si se le
endurece “el orgullo”. No, este tal “Clark Kent” difícilmente sea aquel a quien
las leyendas denominaron “Superman”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario