Bueno, para
los que leyeron mi perfil, ahí dice que soy escritor, así que aquí va uno de
los cuentos que he escrito en mi adolescencia. Este cuento ha sido publicado en
la revista del instituto en el que cursaba la carrera en Lengua y Literatura.
Disfrútenlo.
Prohibida la
reproducción parcial o total sin autorización por escrito del autor. Copyright
© 2012 Mauro Insaurralde Micelli. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
El
estresante ritmo de la ciudad y la rutina imperdonable de los horarios de
oficina terminaron por obligarlo a tomar esa decisión. Se iba lejos, abandonaba
la monstruosidad de su vida cotidiana, quería huir, encontrar esa paz tan
codiciada. Sabía que sólo había un lugar en donde podría entregarse a la
tranquilidad: la vieja casa de campo de sus abuelos. Tomó todas sus cosas y
abordó la camioneta. No le dijo a nadie adónde iba; se daría el gusto de ser
anónimo por un tiempo. Saludó por última vez a su vecino, sin saber que era la
última. Una sonrisa profunda se clavó en su rostro. Se iba, por fin se
relajaría.
Tomó por
ruta 12, hacía más de veinte años que no viajaba a la casita, pero la memoria
de sus días de infancia había grabado el camino en su mente para siempre. Esos
días de tierna niñez cuando pescaba en la lagunita aledaña junto a sus primos
Miguel y Ramón. Las noches en que su abuelo paterno Roque le contaba historias
de duendes, lobisones y espíritus. ¡Y los guisos de su abuela Clara, cómo
olvidarlos! Una lágrima recorrió su mejilla. Recordó que sus abuelos ya no
estaban en este mundo.
Sólo había
una cosa que recordaba con recelo de ese campito y esperaba que no estuviera
ahí.
El camino
era tranquilo, no había mucho tráfico. De tanto en tanto algún que otro
vehículo que avanzaba en sentido contrario, pero casi ninguno que lo hiciera en
el mismo carril que el suyo.
Al pasar por
una estación de servicios se detuvo. Necesitaba estirar las piernas, comer
algo, pero sobre todo ir al baño. Estacionó lo mejor que pudo la camioneta y,
al cabo de darle la llave al encargado para que le llenase el tanque, se
apresuró a ir al baño. Al abrir la puerta del sanitario, desesperado como
estaba, no se fijó que había alguien recargado contra ella. Golpeó, sin querer,
al sujeto, un tipo morrudo de expresión fiera. El hombre en cuestión parecía
tener muy mal genio pues, instantáneamente, se volvió para acertarle un
puñetazo. Velozmente logró esquivar el golpe. Intentó por todos los medios
evitar la confrontación física, apelando al juicio crítico y las más variadas
manifestaciones de diplomacia. El sujeto desistió por fin de la idea de
“romperle toda la cara”, tenía que hacer una entrega con su camión a una hora
señalada y el tiempo le apretaba el cuello. Antes de partir le hizo saber que
si lo veía en otro lado, con más tiempo, se cobraría su deuda. Suspiró aliviado
cuando el tipo se marchó, por un lado porque había resuelto la cuestión sin
llegar a las manos y por el otro, porque por fin había logrado descargar su
inflamada vejiga.
Después de
tomarse un café para “despabilarse” se dedicó a seguir su camino. Al cabo de un
rato llegó a un puesto de peajes. Ahí vio al empleado y algo en él le pareció
muy extraño. Era viejo, extremadamente viejo. Su rostro no coincidía con la
foto de la tarjeta de identificación que colgaba de su camisa. Otro aspecto que
le llamó la atención fue ese manchón rojo en la camisa del viejo que parecía
sangre y, para variar, ese olor a podrido que se levantaba en el aire. El viejo
se apresuró a explicarle la extraña situación. Le dijo que era el padre del
chico de la foto, que la mancha era de salsa que le había caído al comer unos
tallarines fríos y que ese olor provenía de la basura que se había acumulado
durante todo el día. Agregó que no había tenido tiempo de sacar la basura
debido a la cantidad de autos que tenía que atender por minuto. Por muchas
razones esta historia no encajaba. El hombre era demasiado anciano como para
ser el padre del chico en la foto, la basura no podía oler tan mal y, además,
no había tanto tráfico como el anciano había dicho. Como sea, no le dio mucha
importancia al hecho y siguió su camino. Sólo quería relajarse.
Estaba
anocheciendo y para no dormirse prendió la radio. Moviendo el dial, entre
cumbias arrastradas y programas religiosos, logró dar con un informativo. Era
un boletín de última hora que informaba sobre la fuga de un peligroso psicópata
del manicomio local (refiriéndose a la ciudad cercana a esa ruta). Se
recomendaba a las personas no mantener contacto visual con el loco ya que,
debido a una extraña anomalía, éste no descansaría hasta acabar con la vida de
aquel que se atreviese a mirarlo a los ojos. Apretó el acelerador. La noticia
lo había perturbado bastante. Cambió una vez más de estación hasta encontrar un
viejo tango de Piazzola que le recordó a su padre (un gran aficionado al tango)
Al fin, al
cabo de lo que pareció ser un viaje interminable, logró llegar a la casa de
campo. Bajó sus cosas a la enmohecida vivienda. Trancó su camioneta y conectó
la alarma. Sabía que no había nadie, pero era de la ciudad, no estaba de más desconfiar
un poco.
Por dentro
la casa tenía un mejor aspecto. Su primo Ramón solía ir todos los fines de
semana, por lo que había allí una cocina, agua corriente, sistema de gas, luz
eléctrica, una heladera, camas, ollas, sartenes, en fin, comodidades, escasas,
pero comodidades al fin. No tenía hambre por lo que fue directo a la cama, pero
primero se aseguró de que las puertas estuvieran bien trancadas. Quién sabe, un
loco andaba suelto. Una vez controlado todo, se acostó en la vieja cama
poniendo al alcance de su mano el rifle que había llevado para cazar perdices.
Sólo en el caso de que se convirtiera en la presa.
Durmió
tranquilo a pesar de todo. Se notaba que estaba sumamente cansado. Se despertó
pasado el mediodía, bastante alejado de los horarios de oficina. Estaba animado
así que tomó la caña de pescar y el balde de carnadas y se dispuso a ir de
pesca a la lagunita, la misma que viera en su niñez. No tuvo que caminar mucho
para encontrarse con ese a quien no quería volver a ver. Estaba ahí, en la misma
posición que hacía veinte años atrás, con la misma sonrisa macabra y la mirada
fija en la nada. Allí ante sus ojos estaba el espantapájaros. Cuando era niño,
su abuelo le había contado todo tipo de historias espeluznantes, pero de entre
todas esas fábulas rurales hubo una que lo aterrorizó durante toda su infancia.
Esa era la historia del espantapájaros, ése mismo, que volvía a la vida en las
noches de tormenta y se alimentaba de las piernas de los mocosos traviesos que
no dejaban dormir a sus abuelos. Aun ahora, siendo ya grande y descreyendo de
todas esas historias regionales, esta figura le provocaba repulsión. Bajó el
balde y la caña y tomó una decisión. Arrancaría para siempre a esa cosa, ya que
no soportaría tener que verlo todos los días que habría de quedarse allí. Hizo
entonces un gran esfuerzo (el espantapájaros parecía estar soldado al campo)
hasta que la figura cedió. Pensó que a Ramón no le molestaría esta decisión, ya
que se trataba solamente de un monigote inútil. Se deshizo de él arrojándolo a
una charca llena de agua putrefacta y continuó con su camino hacia la laguna.
Era
agradable volver a ese receptáculo de agua. El mismo le pareció mucho más
pequeño de como lo recordaba, pero claro, era él quien había crecido, se había
hecho más grande, después de todo (y es que cuando uno es niño, todo parece
inmenso).
Pescó
bastante, sobre todo palometas, pero no le importó, se las comería igual. Las
limpió ahí nomás y luego las empaquetó en una bolsa que había permanecido
oculta en su bolsillo (al parecer estaba muy confiado de que iba a pescar
algo).
Ahora
sí que tenía hambre pues era ya entrada la tarde. Emprendió el regreso a
velocidad media ya que quería disfrutar al máximo esa paz campestre, pero a la
vez tenía a su estómago rugiéndole y reclamándole por un plato de comida.
Algo extraño
ocurrió al pasar por donde había estado el espantapájaros. En realidad no se
podría decirse que “había estado” pues ahí estaba, en el mismo lugar de antes,
erguido como si nada. Horrorizado ante la presencia mojada del muñeco apresuró
el paso. Esto sólo podía significar una cosa: no estaba solo en el campo. Temió
lo peor. Tal vez se trataba del loco del que había hablado la radio o el
camionero violento que había conocido en la estación de servicios, o quizás
ambos fuesen la misma persona. O el viejo del puesto de peajes, aquél tenía
toda la pinta de ser un maniático. Desesperado arrojó sus cosas y apresuró aun
más su carrera. Iba a regresar a la ciudad cuanto antes, ya había tenido
suficiente del campo ese.
La situación
de terror no tardó en incrementarse a niveles insoportables. Al acercarse a su
camioneta notó que tenía los cuatro neumáticos pinchados. ¿Qué podía hacer
ahora? Estaba a kilómetros de la civilización y no llevaba con él su teléfono
celular. La idea de ser anónimo ya no parecía tan perfecta. Sólo podía
encerrarse a esperar al día empuñando su rifle. Sí, esperaría el día para
emprender un viaje a pie hasta el pueblo más cercano en busca de un mecánico.
Las horas
pasaban lentamente, su mente dibujaba todo tipo de imágenes terroríficas. Se
asomaba a la ventana y lo veía a lo lejos, vigilándolo. ¡Maldito
espantapájaros! Estaba tan ensimismado en la contemplación de ese muñeco que el
golpe seco en su puerta frontal casi le arrancó el corazón. Temblando como un bebé
mojado se acercó hasta la puerta. La abrió de golpe y apuntó el arma. Lo que
vio no era lo que esperaba, aun así se asustó. Estaba allí un pequeño perro con
las patas delanteras rotas, jadeando de dolor. Se apresuró a meter al animal al
interior de la vivienda y a trancar otra vez la puerta. Una vez a salvo le
procuró los pocos cuidados que pudo ya que poseía muy pocos recursos.
Una fuerte
tormenta se desató de la nada. Permaneció en la cama pero no durmió. Comenzó a
pensar en lo que estaba pasando, en todo lo raro de la situación. Se sentía
atrapado, quizás nunca saldría de allí.
De repente
el perro comenzó a aullar descontroladamente. Por más que lo intentó no pudo
calmarlo. Tal vez el animal presentía algo que él no. Todo después fue muy
rápido, como un largo instante efímero. Los golpes amenazantes en la puerta,
él, a su vez, amenazando que tenía un arma. Los disparos a la nada que a nada
acertaban. El perro aullando, el sonido de una bocina camionera, todo extraño,
todo intenso. Tan espectacular como espeluznante era aquella tormenta; nada
dejaba ver por la ventana. ¿Nada se veía? Eso era raro. ¡El monigote ya no
estaba! De repente sintió que la puerta se abría, quiso girar, pero un golpe
seco lo desmayó.
Los rayos
del sol le golpeaban el rostro y un coro de pájaros lo obligó a abrir los ojos.
Se sentía raro, dolorido de las rodillas para abajo. Descendió su mirada sobre
sí mismo y se vio. Estaba empalado en el mismo lugar donde antes supo estar el
espantapájaros. Le habían arrancado parte de las piernas y de los muñones
brotaban chorros de líquido color carmín. Supo que no tardaría en morir
desangrado. Al levantar la vista, en su agonía, creyó ver dentro de la casa que
alguien lo contemplaba con ojos vacíos
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